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Estilicidio*


Empecé a “postear” en el blog Horno de reverbero a comienzos de 2004. Lo hice sin planificar ni tener muy claro lo que deseaba. Se trató de una tarea-búsqueda casi diaria durante unos tres meses. En este tiempo, fui planteando prosas que se caracterizaron fundamentalmente por su brevedad, a partir del misterio –o a fin de dilucidar la intriga y fastidio– que genera una palabra rebuscada. Así, plasmé viejos proyectos bosquejados en boletas de venta, post-its, agendas y blocs de notas, sin distinguir tipos de textos ni cuestiones temáticas ni contenidos efectistas. Me daba igual reescribir un microrrelato o una frase trunca o poco feliz, o fabular un intento de ensayo o una reflexión sobre asuntos aparentemente capitales. A finales de ese año, ante la posibilidad de editar los sesenta y nueve textos de Horno de reverbero en un volumen del mismo nombre, retiré los posts y coloqué enlaces de algunas revistas literarias de Internet que habían publicado algunos de los microrrelatos y miniensayos. El proyecto no llegó a buen puerto, pero me obligó a enfrentar el conjunto como una propuesta orgánica, y a partir de ello, madurar el libro con un sentido estético más definido. Hace algunas semanas, durante la etapa de edición efectuada por el sello Mundo Ajeno, no puedo negar que me fue ganando un sentimiento de culpa, pues constaté que el origen virtual del libro se iba a diluir irremediablemente por la presencia física del libro en nuestra realidad. Así, replanteé el blog Horno de reverbero con el fin de orientar al lector desprevenido, desentrañando los sesenta y nueve títulos. De esta manera, estoy seguro, no sólo facilito la lectura de Horno de reverbero, sino que le devuelvo el sentido lúdico-virtual de su génesis.

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*De acuerdo con el Diccionario de la Lengua Española, este término alude tanto al acto de caer gota a gota un líquido como a la destilación que así se produce. Se trata del típico vocablo camaleónico: lleva a pensar en una muerte cruel o dolorosa, que no admite ni considera salvación alguna. Pero vemos que no es así. Esta extraña palabra, que descubrí azarosamente mientras se editaba y corregía mi libro, tuve la tentación de incluirla en éste, a riesgo de romper el efecto cabalístico de la cifra que evoca el eterno retorno –setenta, después de todo, no es un número para despreciar, pero se muestra demasiado divino y elemental, no obstante la corpulencia y complejidad simbólica del guarismo inmediatamente anterior–, pero pesó más la visión del conjunto que lo inspirara: la serpiente que se come su propia cola (expresión de la unidad de todas las cosas, las materiales y las espirituales, que nunca desaparecen sino cambian de forma perpetua en un ciclo eterno de destrucción y nueva creación). En realidad, todo el libro fue, es y –quizá– será un estilicidio: algo que parece tan absurdo como una sofisticada muerte, pero que deviene en el resultado, gota a gota, de un constante ir y venir de una búsqueda a otra. O sea, la revancha de sentir la vida, día a día.