Carta de Enrique Congrains

Hola, mi querido José.

He leído y releído con sorpresa, admiración y prolijidad de entomólogo «Horno de reverbero», y la deliberada brevedad de toda tu obra, así como de cada uno de los textos, no implica cortedad de reflexiones. Más bien, todo lo contrario.

En líneas generales, es una edición esmeradamente pulcra, verdadera pieza para bibliófilo. En cuanto a su contenido, es lo menos frívolo que pueda darse en la literatura peruana.

Desde luego, no es un libro para leerlo y «terminarlo», sino que su deliberado contenido esotérico invita a innumerables relecturas, porque en cada una se encontrará una «vuelta de tuerca» de la que el lector no se había percibido.

Más que volcarte al deleitoso juego de palabras, eludiendo un efectivismo inmediato, tu juego es con las ideas.

¿Mensaje, mensajes? Sí, y tal vez (expresión que te es cara) la de un iluminado escepticismo frente a las cosas humanas, divinas, universales y cósmicas.

Me reitero en que hay coincidencias formales con Juan José Arreola. Del mexicano, en mi fragmentada biblioteca sólo tengo «Bestiario», un vademécum zoológico, pero allí hay la misma economía de palabras, porque el jaliciense trabajaba con balanza de orfebre para sopesar cada palabra en su valencia miligrámica. Pero en estos textos, Arreola mira hacia afuera, hacia la fauna, mientras que tu mirada se dirige hacia adentro, y hacia lo difuso y hacia lo casi imperceptible o inasible.

Evidentemente, y corriendo el riesgo de errar, noto influencias de Borges y de Arreola, insisto. Cuando no habías nacido y cuando me iniciaba en la literatura (circa 1950) los grandes referentes latinoamericanos eran Borges y Arreola, quien para aquel entonces le llevaba varios palmos a Rulfo, aunque luego las posiciones se invirtieran. Pero me consta que, por ejemplo, Luis Loayza admiraba a ambos, y desde luego se impregnaba de ellos. Creo que algo similar ocurría con José Durand.

En tu «Horno de reverbero» podría haber tenido cabida (con un adarme de forzamiento) este texto de Arreola:


ARMISTICIO

«Con fecha de hoy retiro de tu vida mis tropas de ocupación. Me desentiendo de todos los invasores de tu cuerpo y alma. Nos veremos las caras en la tierra de nadie. Allí donde un ángel señala desde lejos invitándonos a entrar: Se alquila paraíso en ruinas». (Aunque tu no apelas a la ironía final, cual certera cachetada, que es propia de J.J.A.)

Desde luego, cada escritor busca a su lector, a sus lectores, y en ese sentido tú llegas a ellos con seis llaves y con nueve candados, lo cual es perfectamente legítimo. Lo de seis llaves y nueve candados no es un conteo arbitrario, sino que hago juego con la cantidad de textos, 69, cifra que no debe ser casual (dudo que en tu libro haya algo casual), porque 69 es un número cabalístico, el yin y el yang, cada dígito mirándose, invertidos, en el espejo, como diciendo «donde se comienza se termina, y donde se termina se comienza».

Con respecto a los 69 textos, la única observación crítica que hago es que el primer texto debió ser «Lamia» y no «Estilita», porque en «Lamia», hay dos elementos que le valían para inaugurar tu obra: Las dos primeras palabras: «Al despertar», coinciden con «Al comenzar», o con «Al nacer», lo que tiene validez con inaugurar una lectura, cualquier lectura. Pero sobre todo por el juego capicúa entre «Al despertar» y con las dos palabras finales: «ratrepsed la.», un genial palíndromo, que ojalá haya sido advertido por los lectores (aparte del guiño que le haces a Monterroso).

Otro texto con el que deberías haber iniciado tu hilado de 69 puntadas es con el (33) Reverberación, porque en cierta forma allí despliegas tu postulado literario.

Con respecto a los lectores, me parece que no vas en busca de ellos, sino que más bien les exiges que hagan el esfuerzo de ir hacia cada una de las 69 horneadas que propones. Y que quien carezca de paciencia, de voluntad o de cierto grado de cultura, que se joda, que se quede contemplando la punta del dedo gordo de cualquiera de sus pies.

El título de la obra está perfectamente ajustado al contenido (o al revés). Es, en sí mismo, toda una «caja fuerte».

Al igual que con los alambiques, los hornos tienen la propiedad (y la función) de reducir la materia a su contenido más substancial, pues si introduces un kilo de masa fermentada a lo sumo obtendrás 700 gramos de pan crujiente y oloroso. Los 300 gramos evaporados era frondosidad innecesaria.

Con respecto a «reverbero», palabra hermética en el sentido de ser muy poco usual en el lenguaje coloquial e incluso en el escrito, define el acto en que la luz se refleja y se devuelve en una superficie brillante, ocurriendo algo parecido con los sonidos que son absorbidos por una materia que lo incorpora, impidiendo el efecto del eco. Y si un horno debe funcionar con la puerta cerrada para que no escape el calor, y si además devuelve la luz que le llega, ahí no más tienes, desde el título, el preanuncio de una obra que no te va a facilitar nada, que no te va a dar nada «reader digest».

También me he preguntado si has trabajado como los escultores, o sea reduciendo el cubo de mármol hasta lograr el «David» que buscabas (o que iba a tu encuentro) convirtiendo dos páginas de borrador en media página de pura substancia, pero percibo que todo el libro ha sido muy corregido (en el buen sentido de hecho con prolijidad de joyero), y nunca por vía de agregar sino por la de suprimir.

Por otro lado, toda literatura homeopática exige ese esfuerzo de reducción a su esencia definitiva, que vendría a ser la antítesis del monólogo diluvial al final de «Ulises».

Te confieso que muchos textos se me hicieron impenetrables, que los he dejado reposar, que los he vuelto a releer hasta seis o siete veces, hasta lograr desentrañarlos, o al menos hasta lograr que adquieran alguna significación para mí. Y siempre me decía, «aquí hay algo, aquí hay algo oculto», y en cada nueva lectura la emprendía el abordaje desde un ángulo distinto.

Algo realmente valioso es la unidad de la obra: cada uno de los textos titulado con una sola palabra (muchas de ellas secretas, inusuales, o inventadas por ti), y lo de la unidad se relaciona con la economía al titular y en la parquedad al construir tu discurso. El otro factor de unidad es que cada texto consta de un único párrafo, nada de acápites.

Libro ajeno al quehacer poético, libro de espaldas a la banalidad cotidiana, tu «Horno de reverbero» abreva en la metafísica introspectiva, y en el fondo lo que propone es pelar todas las capas de la cebolla, hasta encontrar la oculta pepita de oro (encontrar dentro de una cebolla una pepita de oro tiene algo de alquimia, concepto sobre el cual abundas) y aunque ese pelar de la cebolla haga derramar, a veces, lágrimas de impotencia cognitiva. Aporía químicamente pura, como insinúas en (20) Veneficio. Texto en el cual, invitas a dar un salto al vacío, porque planteas que después de Heidegger y de Nietzsche ya no existe ningún territorio por explorar con las armas de la mente, con el riesgo de «ser una carta que nunca llega» (7) Seudología.

Pero al mismo tiempo, tu «Horno de reverbero» no es más ni menos que mayéutica de comienzo al final, en el sentido de que este oficio consiste en que el maestro (el autor) le revela al lector algo que el ya sabía (sin saber que lo sabía).

De vez en cuando recurres al humor más sutil o a las paradojas, como en «Ordalía», y en otros textos coronas el castillo filosófico con un hallazgo imponderable. Me refiero a «Pesquis», en cuyas veinte exactas palabras adviertes que no sólo es el río el que cambia su naturaleza en cada instante: lo mismo le ocurre a uno. Gran y verdadera revelación de la que nunca me había percatado, pero que a partir de ahora la asumo como ciertísima e inobjetable.

De enigma en enigma, de paradoja en paradoja, de ecuación en ecuación, tu libro avanza sin altibajos, aunque sí con muchas sorpresas y audacias: porque de codearte con Dante o con Shakespeare, te inmiscuyes con Jack Nicholson o con Raymond Carver, para no mencionar a Freud, Bergson o Jung. (A Borges lo mencionas un par de veces.)

Cuando te aventuras en el erotismo, «Dimanación», 23, expones con una lucidez y finura ese punto ciego en que el sexo femenino se equilibra, ante el varón, sin resolverse a favor de la atracción o de la repulsión. ¡Genial!

«Contubernio», 49, propone, al menos para mí, la imposibilidad de que haya «juego limpio» entre narrador y personajes, porque la traición, la impostura, la mistificación, acecha a ambos.

En «Diástasis», 35, revelas esa imposible aspiración que se llama «amor eterno», y lo haces magistralmente.

En «Primordium», 14, resumes el horror de la conquista española.

Termino este correteo de reflexiones sobre tu «Horno» especulando que muchos de los textos nacieron, en tu mente, en una especie de estado de descubrimiento o de inspiración autohipnótica, en un estado de ondas cerebrales muy diferente al que se requiere para sumar dos más dos o para responder un e-mail. Posiblemente nacieron, como dices al inicio de «Lamia», «Al despertar», porque al despertar en las mañanas tomabas un bolígrafo y, antes de olvidarlo, fijabas sobre el papel lo que habías entresoñado en las brumas que confunden el insomnio con el sueño.

Desde luego, y como síntesis final, no se podría escribir «Horno de reverbero» sin un profundo conocimiento sobre sí mismo y sobre la naturaleza tanto humana como cósmica (porque lo cósmico está muy presente en varios de los textos).

Simplemente, admirable, José.



Enrique Congrains Martin